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Economía

La riqueza de las naciones: Japón vs Argentina

Por Pablo Poyo

La riqueza de un país no se mide por sus recursos o por su posición geográfica, sino por las decisiones que han tomado los diferentes gobiernos a lo largo de la historia

Japón es uno de los países más desarrollados del mundo. Argentina sigue siendo un país en desarrollo. Al menos, según las principales entidades económicas internacionales. En realidad, esta solo es la forma en la que los organismos extranjeros como el Banco Central Europeo etiquetan el nivel de riqueza y competitividad en relación al resto.

Es cierto que los recursos naturales, el clima, la posición geográfica o el expolio por parte de una potencia invasora son de vital importancia para dirimir si el futuro de un estado es próspero o desastroso. Aún así, no es puramente esencial que se cumplan todos estos requisitos para determinar la riqueza o la pobreza de un territorio.

La riqueza de una nación está también en las decisiones que se han tomado a lo largo de la historia. Hay naciones que siempre han sido ricas, o al menos capaces de sobrevivir por sí mismas. Los factores anteriormente mencionados son clave si se manejan con la rectitud necesaria, pero no todos los países han estado en la misma tesitura.

España, por ejemplo, siempre ha sido un país que se ha paseado entre la pobreza y la riqueza. Ya desde tiempos antiguos ha tenido que soportar la intromisión de muchos pueblos extranjeros, que en algunos casos mejoraron la vida de los moradores de la Península, mientras que en otros fueron muy perjudiciales.

Si nuestro país ha podido desarrollarse hasta cierto punto a pesar de haber vivido desgarradoras guerras intestinas hasta hace bien poco, ha sido por la toma de decisiones de los diferentes gobiernos en los últimos sesenta años. Pero no ocurre lo mismo en todos los estados.

Es el caso de Argentina. El país gaucho ha tomado un camino que lo ha conducido hacia la pobreza a lo largo de muchos años, justo lo contrario que Japón, cuyo caso no deja de asombrar a muchos expertos.

El milagro del sol naciente

Japón es un archipiélago de islas que se encuentran diseminadas casi en forma de bumerán en el océano Pacífico. Con 377.000 kilómetros cuadrados de superficie es bastante más pequeño que España, pero acoge a una población de más de 127 millones de personas. Es decir, su densidad de población es de 340 personas por kilómetro cuadrado.

Apenas cuenta con recursos, su superficie de tierra cultivable es de solo el 11% y está situado sobre varias placas tectónicas que provocan grandes terremotos; posee volcanes activos por todo el país, tres cuartas partes de su superficie la ocupan montañas y por si fuera poco, es lugar de paso de enormes tifones que azotan sus costas. Pero esto no impide que sea un país avanzado y rico.

De tradición profundamente feudal, Japón ha vivido durante miles de años bajo al poder de los daimyo, líderes militares de las diferentes regiones japonesas. Estos comandantes seguían normalmente las órdenes de un shogún, una especie de dictador militar que reinaba en todo el país bajo permiso del emperador.

Esta situación provocó guerras civiles y contiendas que se extendieron hasta la unificación del país a comienzos del siglo XVII. Pero la unificación no mejoró en gran medida la situación económica nacional, pues el Japón seguía siendo un estado eminentemente feudal, cuyo emperador era considerado un dios, y cuyo comercio permaneció cerrado al mundo durante casi dos siglos.

El Castillo Himeji, símbolo del antiguo poder feudal nipón

Tras un incidente con los Estados Unidos en el siglo XIX, Japón tuvo que abrirse al mundo, y descubrió entonces la amarga verdad: que era un país pobre, atrasado y que estaba a años luz de cualquier potencia de primer y segundo orden. Heridos en su orgullo, pero con ganas de mejorar, los japoneses decidieron coger el toro por los cuernos.

Gracias a las reformas promovidas por el emperador Meiji, el país nipón pasó de ser un estado feudal a mediados del siglo XIX, a convertirse en una de las primeras potencias al comienzo del XX.

Estas reformas afectaron a toda la estructura política, social y económica del Japón. Por ejemplo, la reforma administrativa supuso el paso de un estado federalista aún feudal a un estado unitario y centralizado. Para ejemplificar este nuevo rumbo, la capital del país fue movida de la antigua Kyoto a la actual Tokio.

El gobierno también se reformó, pasando a tener el país un canciller, ministros y demás personajes para con las relaciones internacionales. El ejército fue igualmente renovado, inspirándose en los modelos occidentales más modernos.

Pero si hubo un cambio que causó revuelo fue la reforma social. Mediante esta nueva ley, los antiguos dirigentes feudales (daimyos, samuráis etc.) perdieron todos los privilegios que la nobleza les otorgaba. Esto llegó a provocar una pequeña guerra civil, conocida como Rebelión de Satsuma, que fue aplastada en poco tiempo por el recién renovado ejército.

Sin embargo, la reforma más importante fue la económica. Japón pasó de ser un país casi subdesarrollado a una nación moderna y grandilocuente en menos de cuarenta años. El gobierno contrató a expertos occidentales de países tan remotos como Prusia, Francia y Estados Unidos-que eran los modelos en los que debía fijarse Japón-para ayudar en la modernización de las islas.

En pocos años, Japón había tendido cientos de kilómetros de vías férreas, construido puertos internacionales y creado una industria pesada pujante. Por ejemplo, en 1872, Japón apenas contaba con once kilómetros de vías férreas. En 1914, a las puertas de la Primera Guerra Mundial, ya eran 11.400 kilómetros.

Más ejemplos. En 1875, Japón apenas producía 0,6 millones de toneladas de carbón. En 1913 eran 21,3 millones. En cuanto a la flota mercante, para 1873 los japoneses apenas contaban con 26 barcos viejos. En 1913, el país poseía 1514 mercantes para comerciar con las principales economías del mundo.

Con estas radicales, aceleradas pero efectivas medidas, Japón llegó al siglo XX como potencia regional, y se coronó como potencia mundial tras vencer en la Gran Guerra. Al no disponer de más recursos naturales, y con un PIB y una población que crecían como la espuma, Japón decidió invadir China y la península de Corea.

Pero años más tarde, tras la derrota en la Segunda Guerra Mundial, el país quedó destrozado: sus infraestructuras estaban destruidas y su economía se desplomó. ¿Cómo pasó Japón de ser un país en la ruina a la nación que hoy conocemos?

Minato Mirai 21 en Yokohama, uno de los puertos más importantes de Japón

De la misma forma en la que lo hicieron antes. Fijándose en los que lo hacían bien, con grandes reformas, esfuerzo y muchos sacrificios. Una fórmula que en Europa no es fácil de aplicar, pero que la mentalidad asiática está dispuesta a asumir.

Así, gracias a la liberalización del mercado, a ciertos controles del gobierno y a una natalidad que volvió a dispararse tras la guerra, Japón quiso volver a ser una de las principales potencias mundiales. Y lo consiguió.

Durante los años ochenta, el país nipón creció hasta convertirse en la segunda potencia económica en términos de PIB, lo que fue conocido por los economistas como el milagro japonés. Las estadísticas auguraban que el país del sol naciente se convertiría en la primera potencia mundial al comienzo de los años noventa, superando a unos asustados Estados Unidos.

Sin embargo, todo se vino abajo durante la gran crisis de los noventa. Japón vio como su deuda comenzaba a hincharse, su PIB se contraía, y las horas extras de los trabajadores ya no generaban beneficios ni a las empresas ni al propio país.

Simplemente, era imposible superar a Estados Unidos. Así que Japón cayó, para nunca recuperar ese nivel. A pesar de ello, el pueblo nipón ha sabido sobreponerse de nuevo, y actualmente se sitúa en el tercer puesto de la economía mundial.

Su riqueza ha caído y su deuda sigue creciendo, y además, los japoneses deben hacer frente a una población envejecida típica de las sociedades desarrolladas y a una de las tasas de natalidad más bajas del mundo. El Gobierno ya ha tomado cartas en el asunto, y visto lo visto, no es de extrañar que Japón vuelva a ser capaz de aprender y superar los problemas sociales que arrastra.

La riqueza perdida de Argentina

La República Argentina es uno de los países más extensos del mundo, con unos 2.740.0000 kilómetros cuadrados de superficie (casi seis veces la superficie de España) y con importantes recursos de petróleo, gas y ciertos minerales. Hoy en día es uno de los países menos estables y con más inflación de Iberoamérica, pero no siempre fue así.

Tras su independencia, Argentina se convirtió en uno de los principales receptores de inmigrantes del mundo. Desde mediados del siglo XIX y hasta bien entrado el XX, el país suramericano recibió a millones de italianos, españoles y alemanes (entre otros) que acabaron moldeando su particular estructura social, cambiaron algunas de sus costumbres y le dotaron de su curioso acento.

Esta inmigración permitió que la Argentina tuviera la masa social suficiente como para emprender obras de gran envergadura, que permitieron una expansión económica sin precedentes. En aquella época, solo la ciudad de Nueva York podía compararse en cuanto a la riqueza y las oportunidades laborales que generaba Buenos Aires.

Puerto Madero, uno de los barrios más valorados de la Ciudad de Buenos Aires

A comienzos del siglo XX, Argentina era el país más rico del mundo. No es que lo pareciera, es que según las estadísticas lo era. Su renta per cápita era muy superior a la de cualquier otro país del planeta, por encima de los potentes e industriales países europeos, e incluso por delante de la nueva primera potencia mundial, Estados Unidos.

Su población veía cómo el país extendía sus comunicaciones desde la capital hasta la Patagonia. Sus puertos comerciaban con las naciones más poderosas. Y los inmigrantes seguían llegando, algunos para buscar una vida mejor, y otros simplemente por hacer negocios en una economía que estaba al alza.

En 1820, Buenos Aires contaba con 50.000 habitantes. Cien años después, ya superaba los dos millones, y el nivel de vida de sus gentes era muy superior al de las devastadas economías europeas que luchaban por recuperarse de la guerra.

Por desgracia, todo tiene un final. Y Argentina tocó fondo tras los años 50. Mientras Estados Unidos vivía la época más privilegiada y cómoda de su historia, la Argentina, que hasta entonces miraba de tú a tú a los americanos, desapareció del mapa. Otros países como México y Cuba corrieron la misma suerte, al compás de los movimientos revolucionarios socialistas de la época.

La diferencia con Japón es evidente. Los nipones han vivido guerras y varias crisis económicas, sin olvidar que son la única nación que ha sido bombardeada atómicamente. El caso de Argentina es el contrario. Argentina jamás se recuperó.

El famoso crac del 29 afectó de forma fulminante a la economía agroexportadora e industrial del país. Los años treinta fueron conocidos allí como la década infame, pues estuvieron sujetos a varios cambios de gobierno provocados por diversos golpes de estado.

De entre todos los personajes que participaron en la Revolución del 43, que acabó con aquella década ominosa, Juan Domingo Perón es sin duda el nombre que más hay que destacar. Tras ganar las elecciones en 1946 y 1951, asumió el poder del país hasta su derrocamiento en 1955.

Su mandato se caracterizó por la implementación de un gobierno de corte autárquico, con modelos de ayudas sociales que le granjearon una peligrosa enemistad con Estados Unidos y el Reino Unido. Sus seguidores y detractores polarizaron la política del país, dando lugar a corrientes denominadas peronismo y antiperonismo, movimientos que aún siguen vigentes a día de hoy.

La marcha de Perón fue solo el inicio del final de Argentina. Varias dictaduras de corte militar se mantuvieron en el poder hasta 1973, cuando un nuevo gobierno peronista presidido por el propio Perón salió elegido una vez más. La crisis del petróleo de ese año ya dejaba entrever que la situación en Argentina comenzaba a tornarse desesperada.

Aún así, la mala gestión política y económica no bajó su nivel. En 1976 una nueva dictadura se alzó con el poder gracias a la gestión de la Junta Militar. El país se dividió de nuevo entre los que apoyaban la dictadura y las guerrillas que combatían contra el Proceso de Reorganización Nacional. La democracia no regresó a la Argentina hasta 1983.

Para entonces, era demasiado tarde. El país acababa de perder la Guerra de las Malvinas un año antes, y su deuda externa había pasado de 7.700 millones de dólares a 45.000 millones en solo siete años. La ruina ya estaba asentada en el Estado Argentino, y sus ciudadanos parecían llevar décadas acostumbrados a las revueltas, las dictaduras y la pobreza.

Casas de colores típicas de La Boca, barrio popular que refleja las desigualdades existentes en la Ciudad de Buenos Aires

Con la democracia tampoco mejoraron las cosas en el ámbito económico. Hubo un intento de volver a la senda del liberalismo bajo el mandato de algunos presidentes como Carlos Saúl Menem, que logró reducir en gran medida la inflación. Sin embargo, el aumento de la criminalidad y las altas tasas de paro no permitieron que la gestión terminara con un saldo positivo.

Y lo peor estaba aún por llegar. Tras el mandato de Fernando de la Rúa, Domingo Cavallo asumió el liderazgo de un país ahogado por las deudas y las crisis social. Esta crisis terminó por cristalizar en el famoso default del año 2001, año en el que Argentina estalló en mil pedazos.

Argentina estaba en la más absoluta bancarrota, y el gobierno tomo la decisión de imponer el corralito: la prohibición de sacar más de 250 dólares del banco a la semana. Esta medida fue consecuencia de una curiosa situación que ponía en evidencia el nivel de crisis y pobreza que alcanzó el país en aquel momento.

Los argentinos, a sabiendas de que el peso perdía valor a cada día que pasaba, cambiaban su dinero por dólares americanos nada más cobrar su sueldo. Esto permitía que los ahorros del pueblo no se esfumaran a pesar de la bancarrota nacional. El presidente de la Rúa introdujo entonces el famoso corralito, que impedía a los argentinos sacar más de 250 dólares del banco a la semana, para impedir que la moneda nacional siguiera perdiendo valor.

No solo no funciono, sino que los argentinos perdieron todo su dinero. Sus ahorros desaparecieron de la noche a la mañana al devaluarse el Peso, y se produjeron protestas generalizadas por todo el país que se saldaron con treinta y nueve muertos.

Pudiera parecer que Argentina aprendió de la terrible experiencia, pero nada más lejos de la realidad. En los 2000 llegó el kirchnerismo, con "renovadas" ideas socialistas traídas por la familia Kirchner. Tras el paso por la presidencia de Cristina Fernández, el país cayó de nuevo en la miseria. La corrupción, la gigantesca burocracia (que todos los gobiernos aumentan cada año) y la inflación continuada y desmedida se han convertido en enfermedades crónicas que parecen incurables.

A día de hoy, Argentina vuelve a estar con la soga al cuello. La inflación ronda el 70%, y el Banco Mundial estima que subirá hasta el 100% al acabar el año. La deuda externa con los acreedores internacionales es impagable. Los precios son desorbitados para el sueldo promedio argentino. Los supermercados tienen que re etiquetar todos los productos cada mañana debido a la subida de los precios, y no pueden ni abrir a la hora.

Los ciudadanos viven pendientes del precio del dólar, y no saben lo que les costará hacer la compra mañana, ni si el precio será razonable, porque ya nadie sabe qué precio es justo ni cuánto valía un determinado producto el mes anterior. A diferencia de Japón, que se adapta y aprende de cada error, Argentina sigue enclavada en unas políticas que la abocan al desastre continuo.

En una icónica manifestación, unos ciudadanos sostenían carteles que rezaban: "un país que invierte más en fútbol que en educación, está condenado". El humor popular argentino respondía con la frase: "condenado a ganar la copa del mundo".

Quizá la solución esté ahí. En una educación económica que permita aprender de sus errores a un pueblo tan visceral, orgulloso y pasional como es el pueblo argentino; un pueblo que quiere cambiar, pero que no se ve capaz de hacerlo.

 

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