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Opinión

Gonzalo Núñez

Cuando en España había ‘brilli brilli’ 

“Del rico patrimonio industrial que existió en el mundo rural sobrevivió poco o nada, pretender llenar los pueblos de nómadas digitales y hipsters concienciados es poner tiritas”, escribe Gonzalo Núñez

Pensaba el otro día en el ‘brilli brilli’. Dicho así puede parecer una manera excéntrica de pasar la tarde. No creo que haya pensado más de dos veces en mi vida en el ‘brilli brilli’, pero la prohibición de la Unión Europea, que se hizo efectiva el mes pasado, me dejó un rato cavilando en la cantidad de cosas que desconocemos cómo y dónde se producen.  

Fue así como descubrí, Google mediante, que hubo en España, cuando España era un país industrial, una importante fábrica de purpurina. Originalmente abrió en la provincia de Vitoria de la mano de un emigrado alemán y en el año 1933 se trasladó a Burbáguena, un pequeño pueblo de Teruel, para aprovechar las aguas del río Jiloca. Hablamos, claro está, de purpurina no sintética, sobre todo dorada, como la que ornamentaba los bordes de las Biblias. Igual que se hacía el pan, se hacía purpurina. Sólo se necesitaba un molino, con todos sus avíos.  

Parece ser que entre los años 40 y 60, la purpurina de Burbáguena dio bastante trabajo en la zona. Si usted es tan friki como yo, verá en Wikipedia que la población de este pequeño lugar no dejó de crecer en la primera mitad del siglo. La purpurina de Burbáguena no se diferenciaba mucho en su fabricación y su resultado de la que ya usaban los antiguos egipcios.    

Claro, que una cosa es la purpurina natural, y otra, el brilli brilli sintético. El glitter lo inventó de casualidad un señor de New Jersey, que se hizo de oro cuando en los 60 y 70 las estrellas de la  contracultura, del pop, el glam, etc, adoptaron polvos, brillos y colorete de todo tipo. Es esta producción sintética de microplásticos la que ha quedado prohibida. Hoy día, la fábrica de Burbáguena es una nave abandonada en la que a veces se cuelan los intrépidos para grabar entre los restos de tarros y prensas.  

Burbáguena, donde nunca he estado, me llevó a pensar en Ezcaray, donde sí estuve hace unos meses, por cosas de la profesión periodística. Cuando fui allí tampoco me había detenido nunca a pensar dónde se fabrican las butacas de los cines. No son unas sillas cualquiera, no son exactamente sillas; es decir, alguien tiene que encargarse de ese tipo de silla en concreto. Pues bien, en Ezcaray existen hasta tres fábricas de butacas, todas surgidas del mismo. Butacas de cine, de teatros, de óperas, de estadios e incluso del palco VIP del Bernabéu.  

La cosa lleva funcionando desde los años 50, con un éxito internacional sorprendente y un volumen de negocio millonario. Si usted va a la ópera de Sidney, acabará posando el trasero en un trozo de La Rioja. De hecho, la mayoría de la producción sale al extranjero. En Ezcaray, gracias a las butacas, al turismo y a la nieve (la estación de Valdezcaray abrió en los años 70), hay una tasa de desempleo del 7%, cuatro puntos por debajo de la media española.  

No es sencillo que una actividad sobreviva en el tiempo. Dar con un nicho de mercado es la clave de sol, el misterio alquímico de los negocios. Un nicho en el que convertirte en necesario, más que contingente, por decirlo al modo de Amanece que no es poco. En Ezcaray se han hecho necesarios con algo tan específico como las butacas para espectáculos.     

Cuando se habla de repoblar la España Vacía, se obvia el rico patrimonio industrial que existió en el mundo rural y lo articulaba de manera orgánica. De aquello no sobrevivió nada, o poco, y pretender llenar los pueblos de nómadas digitales y hipsters concienciados es poner tiritas. Los casos como el de Ezcaray, con una industria asociada pese a sus no más de 2.000 habitantes, son excepcionales. Y el turismo no todo lo puede contra la despoblación. A veces pienso que la política rural es más ‘brilli brilli’ que otra cosa. 

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